Las casitas de colores al borde del río Inn, las cúpulas celestes de la catedral asomando entre los tejados nevados y las montañas blancas protegiendo la ciudad como si fueran colosales centinelas. Es Innsbruck, villa imperial, capital de la región del Tirol, sede histórica de numerosas competiciones deportivas y una de las urbes más hermosas de los Alpes. Nos ponemos nuestra mejor ropa de invierno y nos desplazamos al oeste de Austria para conocer Innsbruck.
El valle del Inn —Eno en castellano— cruza el río homónimo, uno de los principales afluentes del Danubio. En él se sitúa Innsbruck: literalmente, “puente sobre el Inn”. Situada a casi 500 kilómetros de Viena, Innsbruck tiene una personalidad muy marcada que la diferencia de la capital y de otras ciudades del país. Y es que Innsbruck es, entre otras cosas, capital de la región del Tirol.
Sí, el vestido folclórico tirolés es famoso en el mundo entero, pero además de subirse los calcetines blancos hasta arriba y bailar como posesos, los tiroleses acumulan una historia plagada de singularidades. El Tirol es una región alpina trilingüe —se habla alemán, italiano y ladino (lengua de algunas zonas del norte de Italia)— que actualmente abarca territorios austriacos e italianos.
Durante el Imperio Austrohúngaro constituyó el denominado Condado Principesco del Tirol que pasó a dividirse entre dos países tras la finalización de la I Guerra Mundial. Innsbruck, es junto a Trento y Bolzano, ambas en Italia, la principal ciudad del Tirol.
Situada a unos 30 kilómetros de la frontera con Alemania —a algo menos de dos horas de Múnich— y a unos 40 kilómetros de la frontera con Italia, Innsbruck está asentada en un enclave estratégico para las comunicaciones entre Baviera e Italia lo que ha configurado la historia de la ciudad. Innsbruck creció a medida que el paso del Brennero se erigió en la forma más cómoda de cruzar los Alpes. Los ingresos generados por el tráfico comercial y personal durante la Edad Media marcaron la primera fase de esplendor de la ciudad.
Fue en esta época cuando la ciudad cayó bajo el influjo de la dinastía de los Habsburgo —bien conocida en España— que se apropió de Innsbruck y la convirtió en uno de sus patios de recreo veraniegos. Para palpar el lujo que rodeaba a esta familia imperial lo más indicado es visitar el Hofburg o Palacio Imperial, uno de los palacios más importantes de todo el país en el que destaca el apartamento de la emperatriz Elisabeth: un pomposo viaje en el tiempo para conocer el modo de vida de los monarcas y soberanos dieciochescos.
Y si hablamos de palacios, tampoco nos podemos perder el Castillo de Ambras, un edificio estéticamente vinculado al Renacimiento y que llegó a ser la residencia del Archiduque Fernando II. Y más lujo. En el propio corazón de la ciudad, tenemos el Palco del Tejadillo de Oro, que se ha erigido en uno de los símbolos más internacionalmente conocidos de la perla de Alpes. Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a principios del XVI, mandó construir este palco para asistir —en primera fila, claro— a los torneos y eventos que se desarrollaban en la plaza principal de Innsbruck por aquellos tiempos.
No dejamos a la familia imperial todavía porque el viajero tiene otra oportunidad única en Innsbruck: visitar uno de los monumentos funerarios más singulares de Europa. Situado en la Hofkirche o Iglesia de la Corte, fue construido por Fernando I en honor de su abuelo Maximiliano I.
Se trata de un impresionante sarcófago flanqueado por 28 figuras de bronce que miden más de dos metros de altura. Entre ellas, estatuas de Fernando el Católico, Juana la Loca o Felipe el Hermoso, hijo de Maximiliano que se casó con Juana, estableciendo un vínculo decisivo entre el Sacro Imperio Romano Germánico y la Corona de Castilla: Carlos I, hijo de ambos, heredó ese imperio en el que no se pondría el sol…
Dejamos ya que la familia imperial descanse en sus lujosos aposentos y tumbas y nos vamos a disfrutar de la Innsbruck contemporánea, no sin antes echar un vistazo a la Torre del Ayuntamiento con su cúpula celeste y su gran reloj azul y dorado, otra de las señas de identidad de la ciudad.
Pese a que la historia de Innsbruck es altamente seductora lo es más caminar por sus calles, levantar la vista y contemplar la belleza alpina: pocas ciudades en Centroeuropa combinan de forma tan esplendorosa la arquitectura urbana con esos tótems alpinos —a veces verdes, a veces blancos, siempre sobrecogedores— creando una atmósfera mágica.
Recorrer la Maria-Theresien Strasse, con las montañas Nordkette en el horizonte, es uno de los imperdibles del viajero que llega a Innsbruck. Flanqueada por lujosos edificios dieciochescos, algunos de ellos pintados de vivos colores, tientan al viajero con los aromas de la peculiar gastronomía tirolesa con platos generalmente suculentos para superar duros inviernos y frescas primaveras: las albóndigas Knödel o el contundente Gröstl, unas patatas con jamón frito, te dejarán con el estómago bien contento. Y, por supuesto, sentarse en una terraza a las orillas del Inn, para tomar una buena cerveza.
Otra visita interesante para al viajero, a unos 20 kilómetros de Innsbruck, es el Museo Swarovski de Wattens. Casa fundada a finales del siglo XIX por Daniel Swarovski, a día de hoy es una de las firmas de lujo de productos fabricados con cristal más reconocidas del mundo. Pese a que se recomienda “no tocar”, es una visita fascinante, también para los niños, por la cantidad de ambientes mágicos creados en el museo y en su jardín.
Pero, en Innsbruck también se esquía, ¿no? Sí, un poco. Reconocida a nivel internacional por sus diferentes estaciones de esquí, los amantes de los deportes de invierno encontrarán en la capital del Tirol un paraíso de nieve polvo con decenas de kilómetros de pistas y todas las comodidades posibles. No hay que olvidar que fue sede de los Juegos Olímpicos de Invierno en 1964 y 1976.
Para acceder a las pistas de Nordkette, las más cercanas a Innsbruck, podemos tomar el funicular en la estación de Hungerburg y disfrutar, de paso, de una de las obras que la arquitecta anglo-iraquí Zaha Hadid ha ejecutado en Innsbruck. Y es que la ciudad austriaca, pese a su herencia imperial, también cuenta con algunas destacadas piezas de vanguardia. La estación del funicular junto al trampolín de esquí de Bergisel son dos joyas arquitectónicas de la capital del Tirol.
Y una vez en la montaña, además de disfrutar de algunas de esas pistas infinitas, si tenemos ocasión, recomendamos esperar a que caiga la noche y presenciar el espectáculo de luces en el Valle del Eno que ofrece la ciudad de Innsbruck, una joya entre montañas que refulge como ninguna en los Alpes austriacos.
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